Cristo de la Luz

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lunes, 7 de septiembre de 2015

El león Cecil. ¿Qué tal el humano Jivan?

[Nota del traductor: El autor hace referencia a una “noticia” que acaparó portadas en los telediarios de EEUU, pero que en otros países ha tenido relativamente poca difusión: la muerte de un león llamado Cecil, que por lo visto era una especie de celebridad animal.]

¿Saben una cosa? Lo entiendo. Entiendo muy bien la indignación suscitada por el abatimiento del león Cecil por un dentista de Minnesota, previo pago de 50.000 dólares. Tomando medidas extremadas para protegerse, el dentista acabó con el león de un tiro de escopeta, tras herirlo torpemente con un arco para que se desangrara durante días, mientras el intrépido cazador y sus guías profesionales le seguían la pista. Luego, le cortó la cabeza para llevársela a casa y colgarla en su despacho.
¡No me dirán que no fue un combate en igualdad de condiciones! Un hombre se juega la vida luchando contra una fiera. Es un duelo a muerte según la ley de la selva. Así es como imaginamos la caza mayor: un deporte extremo para los que ansían matar una fiera que tiene muchas posibilidades de matarles a ellos (dejando de lado la consideración de pecado mortal que tiene un deporte tan arriesgado). O, más noblemente, sería  defender a nuestros semejantes de una fiera suelta. No es así este modo de caza; un subidón al estilo de Disney World con la ilusión del peligro pero perfectamente protegido, y al final el mejor trofeo para un hombre vulgar y adinerado. Cecil, un león famoso y acostumbrado al contacto amistoso con humanos, que vivía en una reserva de Zimbabwe, fue atraído con un cebo apetitoso y cooperó confiadamente con quien lo mató.

Este tipo de “caza” para turistas es muy común. Es un negocio lucrativo, y generalmente a nadie le molesta. Sin embargo, si pagas 50.000 dólares para matar un animal famoso de una manera tan cobarde y llevarte la cabeza como trofeo, en nuestra era sensiblera no puedes esperar otra cosa que un escándalo tremendo cuando la noticia del acto se difunda por la red. Una cosa es la indignación por lo ocurrido y otra el odio feroz hacía el cazador, que lleva a pedir su encarcelamiento, por no hablar de las amenazas salpicadas de palabrotas de matarle del mismo modo en que mató al león.

El mundo ruge pidiendo la sangre de un dentista descocido de Minnesota, hasta el punto que ya no puede extraer dientes para ganarse el pan, porque se ha visto obligado a cerrar su clínica por miedo a represalias. Eso sí, los abortistas siguen extrayendo niños del vientre de su madre, seccionando cabezas humanas y no de leones. A esos carniceros sólo les preocupa un puñado de testarudos manifestantes pro-vida que se enfrentan a la cárcel si osan restringir el acceso a estos mataderos. La propuesta de ley presentada al Senado para retirar los fondos públicos destinados Planned Parenthood, debido al tráfico que realiza dicha entidad con órganos de bebés abortados, ha fracasado (por supuesto), mientras que una resolución para condenar la muerte del león Cecil habría triunfado por un amplio margen.

Entonces, ¿a qué viene todo esto? No se trata de una sobrevaloración de la vida animal, como cabría pensar en un análisis superficial. ¿Cuánta gente que se ha rasgado las vestiduras por la suerte que ha corrido el león Cecil habría donado 100 dólares para salvarlo? Si tuvieran que elegir entre ver el partido de fútbol del domingo y salvar a Cecil, ¿cuántos de los que llamaron indigandos a tertulias de TV se habrían perdido el partido para salvar al león? ¿Y quién exigiría la cabeza del dentista si éste hubiera abatido un hipopótamo gordinflón, un rinoceronte con malas pulgas o un jabalí verrugoso?
De lo que se trata no es de la sobrevaloración de la vida animal, sino de la devaluación radical de la vida humana. La sensibilidad colectiva todavía es capaz de indignarse por la crueldad hacía los animales, aunque sólo sea el destino de los más atractivos el que suscita las iras por un tiempo. Sin embargo, esa misma indignación no se extiende a los animales racionales. El aborto, como el fútbol, ya forma parte del tejido social estadounidense, y hasta los que lo critican en principio lo aceptan pasivamente en la práctica.

Ni siquiera los obispos estadounidenses pro-vida animan a los católicos a manifestarse en las calles para pedir el fin del aborto poniéndose ellos en primera fila. Nos viene a la memoria uno que hizo precisamente eso, el difunto monseñor Austin B. Vaughan, detenido y encarcelado en múltiples ocasiones, que le dijo al gobernador de Nueva York, Mario Cuomo, que estaba en serio peligro de irse al Infierno. La desaparición del movimiento Rescate fue el último suspiro de la conciencia social de que el aborto es la matanza a sangre fría de seres humanos inocentes, que debería prohibirse al igual que está prohibido matar a los que el juez Antonio Scalia llama “personas que andan”, en contraposición grotesca con los fetos, que a su juicio no merecen ninguna protección legal.

El aborto se mantiene porque la mayoría de la gente no le ve un coste perceptible social o psicológico. Los abortorios sigue formando parte del paisaje de fondo de la vida diaria en los EE.UU. La indignación provocada por el tráfico de órganos humanos por parte de la organización abortera Planned Parenthood confirma claramente que el actual asesinato en masa de los no nacidos fue aceptado hace tiempo como parte del statu quo sociopolítico. Tan sólo el tráfico de los órganos de sus víctimas reavivó el sentimiento colectivo de crueldad hacía los seres humanos. Pero en fin, la votación en el Senado fracasó. Es hora de pasar página. Y la carnicería de los inocentes continuará igual que antes.

De lo que se trata es de que la gente siente hastío de su propia especie. Claro que aún aman a sus seres queridos como casos particulares, pero la especie en sí no goza de mucha estimación. Por ello, el sacrificio humano de Jivan Kohar, niño de diez años, en un templo hinduista, tal y como contó la CNN hace pocos días, no duró mucho en las cabeceras de los noticiarios. El asesinato ocurrió en Nepal, donde el padre de un niño enfermo puso en práctica el consejo de un sacerdote hindú de sacrificar al hijo de otro para curar al suyo. Aquí tienen una foto de la víctima:


El hecho es que el sacrificio humano todavía forma parte de los rituales hinduistas en ciertos lugares del mundo. Por ejemplo, en el año 2006 la prensa de la India informó del sacrificio de un niño de tres años, “uno entre docenas” realizados por una secta local. “Dos hombres usaron un cuchillo para cortarle la nariz, luego las orejas y las manos, y dejarlo postrado desangrándose ante la imagen de Kali.”

En EEUU el mismo tipo de ritual ocurre en los abortorios, donde los niños son sacrificados sin hacer referencia siquiera a alguna deidad imaginaria, sino por pura conveniencia. Y nuestra nación permite que ocurra, año tras año, década tras década. Me reitero: la gente quiere a los suyos, pero piensa poco en la especie a la que pertenece. Aristóteles observa en La Política:
Cuando el hombre es desprovisto de la virtud, es el animal más perverso y salvaje, el más lujurioso y glotón. (La Política 1253a) 

El hombre se ha cansado de sí mismo porque se ha cansado de como es ahora. En nuestra época es natural que las personas sientan tanto cariño por sus mascotas, que nunca les han traicionado como sus congéneres humanos. Era de esperar que el público manifestara infinitamente más indignación ante el destino del león Cecil que el del humano Jivan.

El mismo hecho de desposeer la humanidad de sus privilegios sustenta el culto mundial del ecologismo, lo cual explica su relación con los “derechos reproductivos”. Esto se observa de manera sutil hasta en Laudato sí (LS), la primera encíclica ecológica. Desde el inicio LS lamenta con gran elocuencia la desaparición de “miles de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver”, y que ya “no podrán dar gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje”.

LS no dice absolutamente nada sobre los anticonceptivos, y aplaza hasta párrafos lejanos una mención del brutal desmembramiento y asesinato de millones de niños inocentes mediante el aborto, donde ya no se menciona la gloria de Dios y se habla tan sólo del embrión humano como parte de la realidad que no debemos obviar en nuestra preocupación por cuidar de la naturaleza y en nuestra lucha por salvaguardar el medio ambiente. (LS 33, 91, 117, 120)

Hasta la apelación de la encíclica al cariño, la compasión y la preocupación por otros seres humanos se expresa en términos de “una comunión universal” con el resto de la naturaleza, mientras que las referencias a la dignidad humana y al valor inalienable de cada ser humano aparecen en el contexto del “ensañamiento con cualquier criatura” o “hacer sufrir inútilmente a los animales y sacrificar sin necesidad sus vidas”. (LS 92, 130) La noción de que la dignidad del ser humano es radicalmente diferente de la dignidad de las criaturas irracionales, que el hombre con su alma racional está en una categoría por encima de toda la naturaleza, es socavada por una aseveración tan débil como ésta: “El pensamiento cristiano reclama un valor peculiar para el ser humano por encima de las demás criaturas…” LS 119. Poco importa lo que Dios ha dispuesto con la ley divina y natural, que ata a todos los hombres.

El hastío del hombre para con su propia naturaleza ha penetrado el elemento humano de la Iglesia, junto con el resto del espíritu nihilista de nuestra época postcristiana, y ha dado lugar a una Iglesia que es ahora prácticamente postcatólica en su postura frente al mundo. Por esta razón nos dan una encíclica de 192 páginas sobre el medio ambiente, dirigida a “todas las personas que viven en este planeta”, mientras que Francisco y el Vaticano guardan silencio sobre asuntos como el escándalo de Planned Parenthood, la contínua masacre de cristianos en diversos países, y el sacrificio humano de Jivan Kohar (¡y quién sabe cuántos más!) en un templo hindú hace pocos días. Por esta razón LS achaca millones de sacrificios humanos mediante el aborto a “que no se protege al embrión humano”. (LS 120)

El año pasado el Cardenal Tauran, prefecto del supremamente ridículo Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, dirigió un mensaje a los hindúes con motivo de la fiesta de Deepavali. Ninguna religión en la Tierra tiene menos respeto a la especie humana que esa. Sin embargo, haciendo caso omiso de las supersticiones diabólicas de esa secta y de su tradicional opresión de las castas inferiores, el Cardenal declaró:

Como personas enraizadas en nuestras respectivas tradiciones religiosas y con convicciones comunes, hinduistas y cristianos podemos unirnos a los seguidores de otras religiones y a la gente de buena voluntad para promover una cultura de inclusión con miras a una sociedad justa y pacífica.
¡Les deseamos una feliz Deepavali!
Parece que este hastío de la naturaleza humana alcanza por fin el hastío de Dios mismo, cuyos decretos divinos en la persona de Jesucristo, incluido el importante mandato que dio a su Iglesia de evangelizar, ya no despiertan ni una chispa de entusiasmo en la mayoría de los eclesiásticos católicos. En ningún sitio se evoca mejor este hastío del hombre y de Dios en nuestro tiempo que en el poema Los hombres huecos de Eliot:

Tuyo es el poder y la gloria
Tuyo es
La vida es
Tuyo es el
Así es como se acaba el mundo,
así es como se acaba el mundo,
así es como se acaba el mundo

No con un estruendo, sino con un suspiro.
El mundo no se acaba aún. La Iglesia será restablecida antes de que los hombres vean que “los Cielos se abren como un libro”. (Apocalipsis 6,14) Pero es menester ver nuestra situación tal como realmente es, para que podamos orientar nuestra esperanza hacia como debe ser, para poder orar y obrar en consecuencia.

Christopher Ferrara

[Traducido por Christopher Fleming y J. E. F.]

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