Cristo de la Luz

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lunes, 20 de abril de 2015

Morir Mal I

El librito de San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia, titulado Preparación para la Muerte es un texto que me impactó muchísimo la primera vez que lo leí. Recuerdo que me ayudó a poner las cosas en perspectiva, y me di cuenta de que no hay absolutamente nada más importante que morir en gracia. En el momento de la muerte no enfrentamos a nuestro destino final: la salvación o la condenación. Y es para siempre.

San Alfonso María, haciendo eco de las Escrituras, tiene serias advertencias para los pecadores que no aprovechan el tiempo de su vida mortal para enmendarse y vivir santamente. Como norma, dice este santo, aquellos que viven mal suelen morir mal.
Para salvarte, hermano mío, debes abandonar el pecado. Y, si algún día has de abandonarle, ¿por qué no le dejas ahora? ¿Esperas, tal vez, se acerque la muerte? Pero ese instante para los obstinados no es tiempo de perdón, sino de venganza.
Describe en el capítulo VII, punto II, la muerte desdichada de los hombres que, lejos de preparse santamente para morir bien, han persistido en su pecado:
Ved como esos insensatos aman su locura mientras viven; pero en la muerte abren los ojos y reconocen su pasada demencia. Mas solo les sirve eso para acrecentar su desconfianza de poner remedio al daño. Y muriendo así, dejan gran incertitumbre sobre su salvación.
San Alfonso María
Dios ha querido confirmar esta enseñanza sobre la muerte de los pecadores obstinados con ejemplos muy notables. Uno de ellos, que se puede leer en el segundo libro de los Macabeos, capítulo IX, es la muerte del rey Antíoco, perseguidor de los judíos y profanador del Templo. La historia es espeluznante. Así dice la Escritura:
La venganza del cielo lo perseguía, pues en su orgullo había dicho: «En cuanto llegue a Jerusalén, convertiré a esa ciudad en la tumba de los judíos». Pero el Señor Dios de Israel, que lo ve todo, lo castigó con una llaga incurable y horrible a la vista. No acababa aún de pronunciar esas palabras, cuando contrajo un malestar a los intestinos, sin esperanza de curación, con agudos dolores al vientre. Era eso muy justo, porque había desgarrado las entrañas de otros en medio de suplicios crueles e increíbles.
No disminuyó con eso, sin embargo, su insolencia y, repleto siempre de orgullo, avivó más aún el fuego de su cólera contra los judíos, ordenando que se acelerara la marcha. De repente cayó de su carro, y fue tan violenta la caída que se dislocaron todos los miembros de su cuerpo. Poco antes se consideraba un superhombre, listo para dar órdenes a las olas del mar o para pesar en una balanza la masa de las montañas: ahora estaba tirado en tierra y tenían que llevarlo en una camilla. Entonces resplandeció a los ojos de todos el poder de Dios. Del cuerpo de ese impío que aún estaba vivo salían gusanos, sus carnes se desprendían a pedazos en medio de atroces dolores, y el hedor de la podredumbre que salía de él molestaba a todo el ejército. Debido a esa hediondez insoportable nadie podía ahora estar cerca de aquel que antes parecía tocar los mismos astros del cielo...
Así fue como ese asesino, ese blasfemo, pasó por terribles sufrimientos, tal como se los había hecho experimentar a otros, antes de morir de una muerte miserable en una tierra extraña, en medio de las montañas.
Otro enemigo de Dios de las Escrituras que sufrió una muerte acorde a su pecado fue Herodes, apodado "El Grande", el mismo que, queriendo asesinar a Nuestro Señor, cometió la masacre de los Santos Inocentes. Según el historiador Flavio Josefo, este rey murió entre dolores espantosos de hígado, espasmos intestinales y gangrena de los genitales (no hace falta que entre en detalles).

Herodes I, "El Grande"
La muerte de los grandes herejes de la historia de la Iglesia también ha sido terrible, en correspondencia con la enormidad de su pecado. Con esto Dios ha querido no solamente castigar al pecador que se ha enquistado en el error, sino darnos un ejemplo para alejarnos de sus falsas doctrinas. Una muerte especialmente horrible le fue reservada al presbítero Arrio, quizás el heresiarca más notorio de todos los tiempos. El relato de la muerte de Arrio lo tenemos de nada menos que su gran adversario, San Atanasio, quien escibió lo siguiente en una carta a un compañero del episcopado. Creo que merece la pena leerlo en su totalidad.
Usted me ha pedido que le diga acerca de la muerte de Arrio.
Debatí conmigo mismo por mucho tiempo acerca de si debía o no darle una respuesta, temo que alguien podría pensar que estaba tomando el placer en su muerte. Pero, puesto que ha habido un debate entre sus colegas sobre la herejía arriana – en la que se planteó la cuestión de si Arrio fue o no restaurado a la iglesia antes de morir – Creo que es necesario dar el relato de su muerte. De esta manera su pregunta será puesta a descansar, y, al mismo tiempo, silenciará a los que son contenciosos. Mi conjetura es que, cuando las increíbles circunstancias que rodearon su muerte se dieron a conocer, incluso aquellos que plantearon estas preguntas ya no cabe duda de que la herejía arriana, es odiosa a los ojos de Dios.
Yo no estaba en Constantinopla cuando murió, pero el presbítero Macario estaba allí, y me enteré de lo que ocurrió por él.
Arrio, a causa de sus amigos políticamente poderosos, había sido invitado a comparecer ante el emperador Constantino. Cuando llegó, el emperador le preguntó si él sostenía o no las creencias ortodoxas de la Iglesia universal. Arrio declaró bajo juramento que si, y dio cuenta de sus creencias por escrito. Pero, en realidad, estaba torciendo las Escrituras y no fue honesto acerca de los puntos de la doctrina por la que había sido excomulgado.
Sin embargo, cuando Arrio juró que no sostenía los puntos de vista heréticos por la que había sido excomulgado, Constantino le despidió, diciendo: “Si tu fe es ortodoxa, ha hecho bien en jurar, pero si tus creencias son heréticas, y has jurado falsamente, que Dios juzgue de acuerdo a tu juramento.”
Cuando Arrio dejó el emperador, sus amigos querían de inmediato restaurarlo a la iglesia. Sin embargo, el obispo de Constantinopla (un hombre llamado Alexander), se resistió, y explicó que el inventor de tales herejías no se le debía permitir participar en la comunión. Pero los amigos de Arrio amenazaron al obispo, diciendo: “De la misma manera que lo llevaron ante el emperador, en contra de sus deseos, así mañana – aunque sea en contra de sus deseos -. Arrio tendrá comunión con nosotros en esta iglesia”, ellos dijeron esto en un sábado.
Cuando Alejandro escuchó esto, se angustió mucho. Entró en la iglesia y extendió las manos delante de Dios, y lloró. Cayendo sobre su rostro, oró: “Si Arrio se le permite tomar la comunión mañana, déjame que tu siervo se aparte, y no destruya lo que es santo, con lo que no es santo. Pero si Tu vas a preservar a Tu iglesia (y yo sé que Tu vas a preservarla), toma nota de las palabras de los amigos de Arrio, y no dé su herencia para destrucción y reproche. Por favor, elimina a Arrio de este mundo, para que no entre en la iglesia y lleve su herejía con él, y el error sea tratado como si fuera verdad.” Después de que el obispo terminó de orar, se retiró a su habitación muy preocupado.
A continuación, algo increíble y extraordinario sucedió Mientras que los amigos de Arrio hicieron amenazas, el obispo oró. Pero Arrio, quien hacía afirmaciones salvajes, inesperadamente se puso muy enfermo. Urgido por las necesidades de la naturaleza se retiró, y de repente, en el lenguaje de la Escritura, “cayendo de cabeza, se reventó por el medio”, e inmediatamente murió donde lo pusieron. En un instante, se le privó no sólo de la comunión, sino de su propia vida.
Ese fue el final de Arrio.
Sus amigos, abrumados por la vergüenza, salieron y lo enterraron. Mientras tanto, el obispo bendijo Alexander, en medio del regocijo de la iglesia, celebró la comunión el domingo con la santidad y la ortodoxia, la oración con todos los hermanos. Ellos en gran medida glorificaron a Dios, no porque estuvieran tomando alegría en la muerte de un hombre (¡Dios no lo quiera!), porque “está establecido para los hombres que mueran una vez”, sino porque este asunto se había resuelto de una manera que trasciende los juicios humanos.
Porque el Señor mismo había decidido entre las amenazas de los amigos de Arrio y las oraciones del obispo. El condenó la herejía arriana, demostrando ser digno de la comunión con la Iglesia. Dios dejó claro a todo el mundo, que aunque el arrianismo podría recibir el apoyo del emperador e incluso a toda la humanidad, sin embargo, debía ser condenado por la Iglesia.
San Atanasio pasa discretamente por encima del incidente en el retrete. Sin embargo, es un hecho histórico  bastante seguro que Arrio sufrió algo parecido a lo que ahora se llama prolapso intestinal, cuando se produce una hemorragia interna y los intestinos se salen por el recto. ¡Menudo final! En el icono de abajo se aprecia al hereje en el retrete, con los intestinos saliéndose por el recto.

La muerte ignominiosa de Arrio
La lección no podía ser más clara. Termino con las palabras de San Alfonso María:
Necedad es no querer pensar en la muerte, que es segura, y de la cual depende la eternidad. Pero aún es mayor necedad pensar en la muerte y no prepararse para bien morir. Haced ahora las reflexiones y resoluciones que haríais si estuvieseis en ese trance. Lo que ahora hiciereis lo haréis con fruto, y en aquella hora será en vano. Ahora, con esperanza de salvaros; entonces, con desconfianza de alcanzar salvación... 

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